Las hojas caen sobre los bares
Sin duda ya decía el poeta que las heridas empiezan a cicatrizar a la hora en que la vida te acuchilla las entrañas. Que los sueños encuentran pasos de peatones en las autopistas que te construye el destino. Que los bares se deben abrir para cerrar las heridas.
Y con duda, afirmaba también que deberíamos construir nuestro discurso con la inestimable ayuda de los demás, con el dictado de colegio de las personas que nos rodean.
Yo pensaba que debía hacerle caso a García Márquez y pasar cien años en soledad, para ser centenario al menos en algo. Pero lo cierto es que me parece más apropiado en estos momentos leerme a los camareros que me atienden en los bares de la ciudad.
Como sociológicamente nunca he sido un tipo normal y siempre entendí el móvil del crimen si era pasional, también considero heroico que una persona te sirva con cierta dignidad cuando entre tú y ella hay una tapa de calamares como muro de Berlín.
Si los analizamos por especies, sin duda el más común de todos ellos es el que se apasiona por los azulejos con frases «ocurrentes» que, a modo de advertencia, te sugieren que pagues o te largues. Y los cuelga por las paredes y les fascinan los boletos de lotería con la foto de algún equipo de fútbol o, lo que es mejor, de la Legión y de Franco.
Como ecosistema el bar no está mal, pero sus especies lo superan en número y espectacularidad. Y si sustituimos el suave palpitar del piano sobre una tarima por la música electrónica de las máquinas, el espacio se convierte deprisa en un submundo en el que el tiempo pasa despacio. Y el cliente que ya estaba allí cuando tú llegaste y que lo seguirá estando cuando tú te vayas te asesina visualmente porque estás invadiendo su espacio vital.
Y las estaciones pasan sobre los locales y las hojas caen. También es otoño en los bares y los sobres de los azucarillos inundan el suelo, con un manto de frases de Platón y Séneca. Y hace frío por las mañanas. Y todo el mundo parece estar en un estado letárgico del que despertará en la siguiente estación.
Y aunque algunos sustituyeron la barra de ‘escay’ por la de madera y el taburete hidráulico, los camareros siguen haciendo literatura por allí, porque viven de nuestras fobias a la hora de pedir los cortados.
A veces me da miedo volver a casa sin haber entrado antes en el bar de la esquina porque pienso que me estoy perdiendo algún capítulo interesante en esta novela que me ha tocado protagonizar. Para los camareros sólo soy un cliente más, de ésos que se sientan siempre en el mismo sitio y que se despiden con un buenos días, aunque sean las tres de la mañana.