Septiembre
En septiembre, si las luces de las farolas no funcionan no pasa nada porque cada uno se planifica la vida desde cero, sin decimales: da igual la intensidad de lo que nos hace ver las cosas mucho mejor. Los hundimientos de los barcos crecen en las aceras y huele a mojado porque intuimos que lloverá y que nos tocará vivir sobre los tejados, como los gatos que actúan en los dibujos inanimados.
En septiembre, etimológicamente callando, todo se convierte en nueve y hasta los pecados capitales nos parecen poco capital en la cuenta corriente de nuestra indecente libreta de ahorros.
Si el verano se ahoga en seco, para eso está septiembre (aunque sea a últimos y vaya quedándose sin carné de noveno mes); para rescatar de los atolladeros a los amantes del frío, de la lluvia, de la sensación de piel tirante y camisa de algodón. Para todo eso sirve septiembre,...Bic naranja para escribir fino, Bic cristal para escribir normal, septiembre para volvernos a dibujar.
La ciudad deja de respirar a través del asfalto y parece, por parecer, que la esperanza es lo último que se pierde. Aunque lo cierto es que a mí me parece que este septiembre es lo primero, sobre todo si el cáncer se convierte en inquilino moroso, sin pasaporte ni boca torcida en forma de media sonrisa. La madre de mi hermano de alquiler con contrato de por vida lo sabe muy bien: mordió tanto a la vida que ésta le devolvió la dentellada, con alevosía, premeditación y sin la razón como autoría.
Cuando me dirigía al tanatorio me tomé un cortado con azucarillo y frase, porque ya no entiendo el azúcar sin regalo en forma de oración. Hace tiempo que me divorcié de los horóscopos de los diarios para casarme en segundas nupcias con los azucarillos de los bares donde todo huele a tapa y ambición. El futuro gruñía en el minúsculo papel, “Hay caídas que nos sirven para levantarnos con más fuerza”, rezaba la verdad absoluta venida de azucarera. Me lo guardé para dárselo, en mejor ocasión, una noche en la que no todos los gatos fueran de color pardo.
Y al salir de la calle me atracó el infame mes de septiembre, y una mujer me pidió fuego, supongo que porque me lo vio por dentro, y los coches me pitaban y, para colmo no sólo era septiembre sino que también era lunes, y todo empezaba. Y me encanta que empiecen las cosas, y que venga la vorágine de coches a las calles y que el bar de mi esquina abra y cierre para mí, y que me compre el periódico, y que me diga al oído que el sol no se ha escapado y que sigue vivo.
A veces, como decía, “la Esperanza” es lo último que se pierde. Esta vez, y sin que sirva de precedente, fue lo primero.