Llorando, viviendo, lloviendo
Lloraba: ella iba en bici y yo en tranvía. Llovía y, aunque lo parezca, no estoy haciendo literatura. Los que entienden de ésto saben que la vida, si se cuenta tal y como sucede, acaba convirtiéndose sin querer en pura literatura. Hacía frío y los dos llorábamos, cada uno en un medio de locomoción distinto. A mí, en ese momento, no me pareció que hubiera en el mundo un acto más bello que llorar en bicicleta por la ciudad. Hacerlo dentro del tranvía era pura cobardía.
Además de llorar era preciosa, incluso llorando (y me atrevería a decir que más bella por este hecho) y sujetaba un paraguas, y olvidaba las penas a golpe de pedalada, como solemos hacer los demás, pero sin bicicleta.
Pensé que alguien me haría pagar por contemplar aquello: llevaba varios días por la ciudad y nadie me había dejado hacer nada interesante si no era pagando con anterioridad. Pero no sucedió. Era gratuito y hermoso. En un momento determinado ella se puso al lado del tranvía, como un elegante animal de ciudad, herido. Yo intenté averiguar desde el otro lado del cristal por qué lloraba y, como siempre que intento averiguar algo de los demás, acabé entendiendo lo mío un poco mejor.
Me pareció poco solidario que nadie la parara y la invitara a tomar un café, o le ofreciera un pañuelo contra el azar. Era la gran ciudad y allí cada uno se suena sus propios mocos. De hecho recuerdo una frase que leí sobre el amor y el desamor en las grandes urbes. Era algo así, “Abandoné la posibilidad de que me sirvieras gin-tonics por olvidarte; es absurdo que te siga viendo por todas partes”. Yo no sé por qué lloraba, de hecho me sentía un poco como un telespectador de programa vespertino, donde va la gente a decir lo que le pasa y donde se acaba mintiendo sobre lo que de verdad te sucede.
A veces intentamos explicar las cosas que vemos o que nos pasan: ¿cómo demonios se llama el ratoncillo que aparece en Dumbo?¿Por qué cuando te dejan la gente va besándose con ímpetu por la calle? Yo intenté generar mi propia teoría sobre lo que le pasaba a ella y no lo conseguí.
Y mientras el cielo se iba pintando cada vez más de gris, una señora me pidió paso para bajarse en la próxima parada. Tendría alrededor de noventa años y una espléndida sonrisa, de anuncio de dentífrico. Y quise bajar, e invitar a la chica de la bicicleta a un café, pero en ese momento giró por la calle más lejana al tranvía y se difuminó por entre los restaurantes, los pies y los chicles pegados en el suelo de la enorme ciudad. Y nunca más la volveré a ver porque entendí la verdadera razón por la que lloraba.
Era en el norte de Europa. Llovía. Ella iba en bici y yo no.
Además de llorar era preciosa, incluso llorando (y me atrevería a decir que más bella por este hecho) y sujetaba un paraguas, y olvidaba las penas a golpe de pedalada, como solemos hacer los demás, pero sin bicicleta.
Pensé que alguien me haría pagar por contemplar aquello: llevaba varios días por la ciudad y nadie me había dejado hacer nada interesante si no era pagando con anterioridad. Pero no sucedió. Era gratuito y hermoso. En un momento determinado ella se puso al lado del tranvía, como un elegante animal de ciudad, herido. Yo intenté averiguar desde el otro lado del cristal por qué lloraba y, como siempre que intento averiguar algo de los demás, acabé entendiendo lo mío un poco mejor.
Me pareció poco solidario que nadie la parara y la invitara a tomar un café, o le ofreciera un pañuelo contra el azar. Era la gran ciudad y allí cada uno se suena sus propios mocos. De hecho recuerdo una frase que leí sobre el amor y el desamor en las grandes urbes. Era algo así, “Abandoné la posibilidad de que me sirvieras gin-tonics por olvidarte; es absurdo que te siga viendo por todas partes”. Yo no sé por qué lloraba, de hecho me sentía un poco como un telespectador de programa vespertino, donde va la gente a decir lo que le pasa y donde se acaba mintiendo sobre lo que de verdad te sucede.
A veces intentamos explicar las cosas que vemos o que nos pasan: ¿cómo demonios se llama el ratoncillo que aparece en Dumbo?¿Por qué cuando te dejan la gente va besándose con ímpetu por la calle? Yo intenté generar mi propia teoría sobre lo que le pasaba a ella y no lo conseguí.
Y mientras el cielo se iba pintando cada vez más de gris, una señora me pidió paso para bajarse en la próxima parada. Tendría alrededor de noventa años y una espléndida sonrisa, de anuncio de dentífrico. Y quise bajar, e invitar a la chica de la bicicleta a un café, pero en ese momento giró por la calle más lejana al tranvía y se difuminó por entre los restaurantes, los pies y los chicles pegados en el suelo de la enorme ciudad. Y nunca más la volveré a ver porque entendí la verdadera razón por la que lloraba.
Era en el norte de Europa. Llovía. Ella iba en bici y yo no.