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dimecres, de març 28, 2007

17 de marzo de 2007

Tratado para afeitarse

Hace unos días pasé por un escaparate de ésos que venden urinarios del siglo XXI y me fijé en las nuevas formas que se le atribuyen a los espejos hoy en día. Y como siempre me ha fascinado el mecanismo de los espejos creí conveniente dedicarles un artículo, por si no me vuelven a mirar a la cara.
Cada vez que un espejo me besa el alma tengo la sensación de estar ocupando otro cuerpo, que no es el mío, definitivamente. Y me da vergüenza mirarme porque soy el drácula de la sonrisa de fresa, de licor de coca-cola sin burbujas y con media cuarta de prisa. Creo que no me reconozco en el cristal, al final de todo el proceso, porque me observo demasiado deprisa.
Sólo me encuentro en el mapamundi de mi caótica existencia cuando me afeito porque me miro detenidamente, con más elegancia. Y me doy cuenta de que afeitarse es quitarse la piel prestada que has estado luciendo durante la semana (o durante el día, porque cuando uno se hace mayor hace falta deshacerse de las impurezas mucho más a menudo, por pura necesidad). Y se buscan nuevas espumas, más suaves, porque cada vez es más dura esta costra que es vivir; y se requiere más suavidad para tamizarla, para convertirla en jabón, pelo, sudor y lágrimas.
Se piensa que cuando alguien se limpia la cara con una cuchilla es porque le importan los demás, la imagen que se tiene de él por la calle, su aspecto, su condición,...pero yo creo que es para importarse mucho más a uno mismo, para que la vida salga más cerrada, con más fuerza, con ganas de pinchar mucho si alguien te quiere besar.
El resultado del rasurado siempre es otra persona mejor que la de antes pero, por definición, otra diferente. Cuando me afeité por primera vez no me reconocí en el espejo de los sueños aunque me dio sueño reconocerme en el de la vida entera, porque estaba viendo que cada vez me iba a pedir más a cambio de nada. Rasgarse la cara era tener carné de conducir, tunearse los mofletes, dibujarse un corazón de tiza en la pared de la adolescencia. Me acuerdo de que la gente se reía de mí, por mi nuevo aspecto pero no se daban cuenta de que yo hacía lo propio con ellos porque no estaban saludando a la persona que era, sino a la que iba a ser.
Ahora, cuando mi buzón se come las facturas que me manda gente desconocida que, como yo, también se afeita, ahora que el cartero ya no me trae postales que me mandaban desde Manila los generales en sus guaridas, ahora me gusta quitarme la piel a tiras por las mañanas y tomarme un trago de masaje para después del afeitado, a ver si de una vez consigo reconocerme antes de pasarme la cuchilla por delante de la cara.