Perdigones de copa sin puro
En navidad le quitaba el tapón al culito de cerdo de barro imperfecto y me iba a la feria, a tronchar palillos de bar. Los veía entre los dientes de los bares preñados de obreros del metal, mientras jugaban al tute en las tardes de Baladre. Y llegaba a los carromatos, con el corazón en la boca y las piernas sin tocar el suelo, y me iba a la atracción de rifle y perdigón, la única huérfana de nombre. Sorteando los charcos del Triangulo Umbral (nunca nadie llamará a ese parque Juan Carlos I) llegaba al puesto, pillaba un rifle y ponía la mejilla sobre la culata. Por 25 «pelas» te daban tres perdigones; los pedía siempre de copa, porque me gustaban los sombreros con esa cualidad, porque era sobre las susodichas de los árboles donde mejor se veía el mundo, donde más pequeño se tornaba el universo. Luego cerraba un ojo (a veces los dos porque extraje la conclusión de que así acertaba muchas más veces) y apuntaba lo más alejado posible del objetivo: la mirilla desviada y el cañón del rifle me corregían. Casi nunca acertaba a pesar de que la boca del fusil distaba tan sólo 40 centímetros del objetivo.
El tren de la bruja marcaba un antes y un después: era el paso de la niñez a la adolescencia. Mientras te cabía el culo en el asiento pretendías esquivar la escoba del hombre con careta (todas las brujas eran hombres, nunca entendí por qué no le llamaban el tren del brujo, supongo que por sexismo). Me dicen mis confidentes que si se la quitabas te regalaban un viaje gratis. Ahora lo entiendo todo.
El siguiente objetivo eran los coches de choque. El dueño siempre conducía con el vértice del culo en imposible equilibrio, con dos dedos en el volante y demasiadas fichas en el bolsillo. Era el dueño por muchas cosas pero sobre todo por el pelo largo, porque siempre conducía el auto más rápido y por la extrema chulería con la que manejaba el vehículo. He realizado una encuesta al respecto y el noventa y nueve por ciento de los encuestados confirman mi nítido recuerdo. Al ritmo de Rick Astley, Sabrina, Europe,... iba conduciendo por la autopista hasta llegar a las carreteras comarcales donde se escuchaba a Junco, y después a Camela. Extraño proceso de sustitución musical que todavía no he logrado descifrar. Comprar una ficha era regalarse un viaje al paraíso cuadrado en el que todo se reducía a una ley: no chocar de frente. Evidentemente la norma no era cumplida, ni por el dueño ni por los usuarios, que regalábamos besos de paragolpe a las Dulcineas de nuestros Tobosos.
Ahora entiendo a los dueños de los autos de choque, que te pedían cien pesetas por una vuelta al paraíso que resultaba ser solamente una figura geométrica de unos 150 metros cuadrados.