19 días y 500 números
Me gusta mirar por la espalda, que es lo mismo que dejarse el último resto de papel higiénico en el portarrollos, premeditadamente (y no cambiarlo) sabiendo que el poco papel que queda no es suficiente para el próximo usuario. Y me gusta mirar, y no girarme, porque soy de ese tipo de personas que piensan que el pasado deja una huella perpetua en la vida, y hay que saber convivir con ella.
Y miro por la espalda, sobre todo, cuando cambian las estaciones, porque no se me ocurre otra forma más bonita de decirme que me quiero. Es un acto de egoísmo quererse al compás de las hojas arrugadas por el calor del verano o amarse con las primeras gotas de lluvia, pero cuando el verano le rinde pleitesía al otoño, todo parece volver a tener sentido.
Y no soy de los que se dan la vuelta, con todo el cuerpo, para ver qué les sucedió algún día, porque me parece más cobarde que lo otro. Como casi siempre puede que esté equivocado pero nada como creer en uno mismo. Me pasa a menudo cuando juego con Nacho a los dardos: en cuanto dejo de creer un sólo segundo en mí mismo acaba ganándome, jugándosela al triple y sin piedad al centro. En esas conversaciones de dardo y sorbo, suele aparecer el pasado como un ser extraño y, al ritmo del golpeo sobre la diana, zurcimos el mundo, remendamos con punto de cruz los errores que probablemente no quisimos cometer; eso sí, siempre mirando con la espalda, nunca girando todo el cuerpo.
Aunque hay cosas que, para saborearlas, no deben ser miradas ni por la espalda ni girando todo el cuerpo. Cuando empecé en este periódico me di cuenta de que sería una de esas cosas que dejan rastro, baba. Me atrevería a decir que de caracol, porque es lenta, espesa y me descubre como persona: ha marcado un camino. De hecho sería justo decir que el periódico me ha dado todo lo que yo le he ofrecido, pero pidiendo a cambio todo lo que el azar le ha obligado. El periódico me anudó nudos en la garganta y me enlazó lazos en el corazón. Me dio sueño, cansancio y café de madrugada para combatirlos. Me ayudó a pelear por un ordenador y a reconocer a mis enemigos a la legua. La luz artificial, al aire acondicionado, el olor a humo (cuando el olor a humo era olor a humo), los nervios el día de cierre,... Hubo un tiempo en que pensaba que todo se podía escribir en un periódico y quería ser redactor jefe de The Examiner de Chicago. Ahora me dedico a leerlos y a mancharlos de tautologías y frases sobre el papel higiénico.
Yo, cuando hablo de El Económico, hablo de «El periódico». El lenguaje es mucho más sabio que las personas que hacen uso de él.
Y miro por la espalda, sobre todo, cuando cambian las estaciones, porque no se me ocurre otra forma más bonita de decirme que me quiero. Es un acto de egoísmo quererse al compás de las hojas arrugadas por el calor del verano o amarse con las primeras gotas de lluvia, pero cuando el verano le rinde pleitesía al otoño, todo parece volver a tener sentido.
Y no soy de los que se dan la vuelta, con todo el cuerpo, para ver qué les sucedió algún día, porque me parece más cobarde que lo otro. Como casi siempre puede que esté equivocado pero nada como creer en uno mismo. Me pasa a menudo cuando juego con Nacho a los dardos: en cuanto dejo de creer un sólo segundo en mí mismo acaba ganándome, jugándosela al triple y sin piedad al centro. En esas conversaciones de dardo y sorbo, suele aparecer el pasado como un ser extraño y, al ritmo del golpeo sobre la diana, zurcimos el mundo, remendamos con punto de cruz los errores que probablemente no quisimos cometer; eso sí, siempre mirando con la espalda, nunca girando todo el cuerpo.
Aunque hay cosas que, para saborearlas, no deben ser miradas ni por la espalda ni girando todo el cuerpo. Cuando empecé en este periódico me di cuenta de que sería una de esas cosas que dejan rastro, baba. Me atrevería a decir que de caracol, porque es lenta, espesa y me descubre como persona: ha marcado un camino. De hecho sería justo decir que el periódico me ha dado todo lo que yo le he ofrecido, pero pidiendo a cambio todo lo que el azar le ha obligado. El periódico me anudó nudos en la garganta y me enlazó lazos en el corazón. Me dio sueño, cansancio y café de madrugada para combatirlos. Me ayudó a pelear por un ordenador y a reconocer a mis enemigos a la legua. La luz artificial, al aire acondicionado, el olor a humo (cuando el olor a humo era olor a humo), los nervios el día de cierre,... Hubo un tiempo en que pensaba que todo se podía escribir en un periódico y quería ser redactor jefe de The Examiner de Chicago. Ahora me dedico a leerlos y a mancharlos de tautologías y frases sobre el papel higiénico.
Yo, cuando hablo de El Económico, hablo de «El periódico». El lenguaje es mucho más sabio que las personas que hacen uso de él.